Es un nuevo noviembre como aquel en que querías emerger. ¿Recuerdas? Hace más de una década que escribes sobre él.
Enumeras los umbrales que cruzaste para descifrar su voz. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve.
Los vuelves a contar y ríes. Todos los signos dicen su nombre. Noviembre. El noveno mes. Y, claro, vuelves a las cuentas.
Era hoy sí, hoy tenías que entrar en la fábrica y rendirte ante la contradicción de los meses vividos. Fisgoneas -entre las múltiples entradas de la nube de respuestas- y descubres que vives en un tiempo creado en el siglo XVI. Las diferencias son mínimas, unos segundos de menos en la división de los días del anterior. Elaboras cábalas cavilando sobre los ciclos, las eras, las estaciones y los intervalos que marcan tu biografía más allá de los calendarios.
Miras tus mapas.
Sigues explorando buscando principios que expliquen su nombre. Y los localizas, noviembre nació en el tiempo en que Céfiro, el viento de la primavera, bufaba ligero y cálido. Cuando los años eran decanatos.
Cruzas delicadamente el umbral sosteniendo entre las manos los relatos, sabiendo que ahora son también lo que te explica a ti. Contar historias mientras danzas la melodía de los noviembres que guardaste en la maleta que te acompaña.
Así, el rojo sigue inundando los itinerarios, los ciclos cicatrizan los ayeres y tú, inauguras coreografías y cánticos en insólitos escenarios.