Existen los días tristes. Son aquellos en los que navegas entre una escala de grises perfectamente definida. No es una gama al uso, en ella se contienen todos y cada uno de los colores sin ser. Es casi, pero no. Es casi, pero no.
No soy.
Me suspendo.
Sí. Siento el plomo del día. Cruzo la puerta que me separa de él. Vulgar, corriente, mediocre, aburrido, apagado, monótono, indiferente, anodino.
Así es el gris.
De todos los sinónimos que me muestra el diccionario anodino es mi preferido. Sin gracia, sin substancia (la palabra me recuerda a mi madre pronunciándola, no para bien). Es tan insignificante que seguro significa. Anodino. Es el momento, no puedo evitarlo, busco sus orígenes.
“Este término es de procedencia latina, bajo la denominación «anodynus» y a su vez del griego «ανωδυνος» (anōdynos) que significa sin dolor.”
En una primera lectura, mis pensamientos celebran que el día sea anodino. Sin dolor.
Solo tres segundos.
Sí, es cierto, no duele. Por eso es gris. La tristeza es gris, siempre ha sido gris. Sigo suspendida y busco algún sinónimo que me ayude. Encuentro dos: descansar y capturar. Un instante de reposo para curiosear entre todos los matices posibles. Ahora sí. Capturo el magenta, el amarillo y el azul.
No, no es azar.