No sé muy bien si es por qué intuye la llegada de la primavera, o simplemente le gusta florecer en invierno. Llevo observando su transformación hace ya unos cuantos días, puede que tres semanas. Lentamente del casi-blanco al verde, del verde al naranja. Lentamente de la pequeñísima forma que sólo se intuye a la explosión de la complejidad. La Clívia ha florecido. Es indudable, los colores empiezan a inundar la habitación y parece como si, por un instante, a pesar de la idea gris y nublada del invierno, del frío y la calefacción, todo, absolutamente todo, ríe. Yo, por supuesto, río con el todo, como no dejarse llevar por la cordialidad con que acoge mis torpes mañas de jardinera, aprendidas, tan lenta como ella, con un pequeño brote abandonado en los despojos de otro invierno. Es bien cierto que en cinco inviernos se aprende mucho, de la espera, de los mimos imprescindibles, de las certezas que te explican, de las proporciones que te envuelven, de la mirada abierta, como sus flores. De como, hasta en invierno, queda tiempo para la sonrisa.