Noviembre, por alguna misteriosa razón, siempre ha sido extraño. El color rojo, siempre ha pintado los pétalos por donde camino y aparece Bérgamo y todos los lugares que se pintan de rojo. El agua, convertida en gotas doradas, deja algo más que lluvia a su paso, abre compuertas y cierra heridas. Noviembre siempre ha dejado en su devenir un desagarro, una oquedad, desazones y una señal para recorrer en geografías futuras. Noviembre era una maleta, una mapa que recorrer, un galopar en la huída sin mirar atrás. Un no me mires, así, fijamente, invitándome a la ausencia.
Noviembre es singular.
Este año noviembre ha sido extraño, una vez más, en la sorpresa de su dulzura y tranquilidad, en su invitación a permanecer, a residir cada uno de sus días. Este año he descubierto que hay plantas que pueden florecer en su regazo, pero no cualquier planta, no… la planta que se asemejaba al desierto, la inhóspita, la áspera, la que no te esperas que explote en formas redondas y colores de primavera. Aquella que te susurra al oído alborozados ensalmos, que ríe, sonríe y te calma.
Abro la maleta, guardo los ensalmos, las risas, la calma, la dulzura y un mapa, esperando deseosa el próximo invierno.