Han pasado dos años del último noviembre, bueno, en realidad ese pasó desapercibido, de puntillas, casi sin hacerse notar. No fue un noviembre dulce, extraño o singular, fue uno más, como cualquier otro.
El siguiente ni pasó, en el año de los momentos precisos no existe noviembre. No puedo recordar ningún porqué, simplemente no residió en casa, me despisté. Estaba tan distraída que no lo vi pasar. ¿caminó sigilosamente? o quizás me hacía señales y no las vi. A veces me despisto. No veo los indicios o señales que deja marcando en su paso. ¿Dejaste señalado el camino? ¿De qué color era?
Este año sin embargo, al abrir la puerta del jardín interior, el estallido magenta me recordó la maravilla del otoño, el de la planta que me regala su floración en el onceavo mes. Hoy es noviembre y todo se convierte en una suerte de gamas coloridas que alegran el gris del cielo. Cruzo el umbral y veo el estallido de color que inunda cada uno de los rincones del vergel, es, en singular, los mil matices que revolotean y me hacen sonreír. No puedo evitarlo.
Ahora que lo pienso, ella fue la que lo cambió todo. Su llegada significó vivir otros noviembres a los habituales. Hoy, sólo ella me recuerda la singularidad del mes extraño, en sordina, como una leve reminiscencia, sin dolor, ni lágrimas ni reproches. Busco los pasados, y descubro que no recordaba Bérgamo ni los rojos donde empezó todo, ni la Venecia sumergida, ni las gotas doradas que inundan los cielos mientras recorro desazones. No he deseado las maletas, no lucho en el magma espeso del grana. Me ha despojado de números y cifras. Su desnudez me ha convertido en viento, en alguien que sonríe sin poder evitarlo ante el prodigio del color, ese que no tiene traducción.