Eres pequeña, casi minúscula cuando imaginas el planeta, los kilómetros a recorrer. Eres minúscula, casi invisible cuando imaginas el universo, los años luz por visitar. Y te sitúas en esa mínima expresión frente a un cielo azul y radiante. Cuando eras niñas tratabas de imaginar que habitabas en el gineceo de una flor. El mundo se medía así. ¿Qué pasaría si el universo que me rodea fuera como el de la flor? Me convertía en cosmos gigante, la acogía en la palma de la mano y medía distancias imaginarias. Mirando fijamente el polen trataba de verme desdoblada en su interior, correteando, un puntito casi irrisorio que saludaba y bailaba. Si yo soy tan pequeña, ¿cómo debe ser el mundo que desconozco? Era tan grande mi fantasía que siempre se perdía en algún espacio-sin-tiempo. En esa edad, el recorrido más largo que había realizado eran 700 kilómetros. La distancia que me separaba de mi familia de Francia. Observaba en la bola del mundo que era una distancia muy corta. La esfera se convertía en el gineceo y medía distancias, trataba de situarme, de saber donde me encontraba y en relación con qué. Era difícil, no conocía todas las tierras por dónde se puede andar. Quería conocer, sobre todo conocer. Con lo que implica: comprender, percibir, ver, saber que todo puede ser distinto a lo que conoces. Mirando la flor en la palma de la mano, todo me parecía enorme. Todo lo que rodeaba era desmesurado. El tiempo pasa y sigues siendo pequeña, casi minúscula, aunque has logrado llegar a recorrer 6.099,75 km y has visto qué hay más allá del océano. Ahora sabes que no podrás recorrer todos los confines, ni conocer a todas sus gentes. Ni tienes que medirte en relación con nada. No caben las distancias, sólo permanecen las cercanías. Y cuidas tu mundo, aquel que puedes acariciar con la yema de tus dedos. Es pequeño, como tú.