Tienes la sensación de caminar en el linde de una cuerda que marca un compás de algo que no comprendes. Vadeas de un lado a otro intentando mantener el equilibrio. Nunca ha sido fácil el equilibrio. Por ello te despojas de todo lo superfluo, intentas andar sin cargar con todo aquello que no te pertenece. Mirar hacia delante. Te detienes, miras alrededor para saber dónde te hallas, en que mundo vives y si puedes dar el siguiente paso. Ese linde que flojea y sobre el que haces equilibrios te recuerda algo que veías desde la ventana de tu infancia. Unas cuerdas sobre las que se colgaba la ropa recién lavada. Sonríes. Al asomarte a la ventana, entre las cuerdas, veías el patio donde se acumulaban todo tipo de trastos y enseres. Era tu patio del juego. Allí inventabas historias y hacías sonar los bidones de agua para invocar a toda la vecindad. Despertad.
Es allí, en el patio convertido en jardín, donde se hallan entremezcladas tus esculturas de la escuela con los bastones decorados de tu padre y las plantas que tu madre mima y cuida, entre muchas otras cosas. Ahora también es la puerta de entrada de tu casa, tu casita más bien. Si miras hacía arriba, ya no existe la ventana, no están las cuerdas de la ropa, no existe la ventana ni la habitación donde conociste a los monstruos y tocaste el órgano eléctrico pintado en una madera. Todo ha desaparecido y, sin embargo, sigue siendo tu hogar. Todo puede cambiar, todo es mutable, pero sigue siendo el sitio donde puedes volver, allí se sitúa el centro del compás que puedes comprender para seguir caminando. Es allí.