Me encuentro en un día cualquiera de mayo paseando por la cornisa de las quimeras. Pretendo, como en muchas otras ocasiones, fugarme por la arista de la esquina. Sí, la que todavía me deja inventar. Entre las tejas marrones en tránsito ondulante, me deslizo suavemente descubriendo las intersecciones equidistantes y perfectas. También descubro los vacíos, las fisuras, las rendijas y resquicios. Acaricio los encuentros, cada cruce, las anomalías. Suavemente. Serpenteo entre las formas y las oquedades. Me detengo, casi en el borde de la triangulación que vira hacía el otro infinito a descubrir. Es aquí, entre la linea minúscula que dibuja una geometría perfecta. Es aquí dónde crece la primavera. Sigo el vector y se alza la flor que invita a huir. La cristalina rosa de los vientos, la imposible y bella. La que te nombra porque conoce todos los secretos de tus noches negras. Te colocas justo enfrente. Las miras dulcemente y saltas por el vértice de los anhelos del ser hacía el verano.