Durante meses me había acompañado en cada atardecer. Volver a casa significaba ver, por breves minutos, la pequeña planta amarilla. Crecía en un espacio absolutamente agreste, en la mediana que separa dos carriles de la carretera que entraba a mi ciudad. Surgida entremedio del cemento, en la grieta, con una vitalidad natural y la gracia de haberse situado en el semáforo que regula el tráfico. Se mantenía, orgullosa, erguida, enfrentada al asfalto y al monóxido de carbono. Me tenía absolutamente maravillada, la pequeña planta, el pequeño girasol. Un día, al buscar con mi mirada, el amarillo cadmio encontré el gris asfalto. Había desaparecido y quise conservar su color, sus formas, su mirada en mi, ya perdida.
El lienzo nacido de su ausencia ya no está conmigo, la magia del girasol adereza algún hogar que mi memoria ha borrado. Pero sí conservo su carácter luchador, de sobreviviente en medio de la nada. Desde entonces, siento una debilidad especial por los girasoles.
Hace ya algunos años, quizás más de diez, pinté un girasol. A veces, el mundo no se escapa.