Es primavera, innegablemente. Además de los mil sentimientos que revolotean por el aire, como el polen, incitando a la revolución, han nacido las amapolas. La visión de la explosión roja siempre logra, año tras año, deslumbrarme. Los recuerdos que me atan a esa flor salvaje son casi, casi, atávicos. Cubiertas como crisálidas las abría para verlas surgir, quebradizas todavía, entre el verde que las cubría. Jugaba con ellas a pintarme, llegaba a casa con el cuerpo cubierto con líneas negras, extraídas del gineceo y manchas moradas de sus pétalos. Una amapola roja evoca a mi madre. Ella mira a una niña que le lleva esas flores como presente de su libre paseo.
Han pasado muchas estaciones desde entonces. Ahora ya no hago ramos con ellas, aprendí por el camino que son, además de agrestes, frágiles. Que no tiene ningún sentido atesorarlas, que se ha de disfrutar de ellas observando como el viento mueve sus pétalos. Advertir que ya estamos en el punto más álgido del entretiempo con sólo mirar la configuración del paisaje encarnado. La primavera acaba sucumbiendo, invariablemente, acaba la sublevación y nos deja la calma. Pero el púrpura siempre nos deja la promesa de volver al año siguiente. Aunque a veces, no sé muy bien por qué, puede ser primavera por cuatro estaciones.