Estiro los hilos de la hora calma. Entre dorados y verdes confecciono el infinito que me conduce hacía el mar. La música interior canta un ojalá y me habla de luces cegadoras, de palabras precisas. Y los sentidos recolectan suavemente los colores que emergen, uno a uno, bajo el atardecer de los días intensos. Sigo conduciendo los segundos y todo tiene sentido. Los colores se revelan, se descubren y miras, miras en mayúsculas, miras cada una de las partículas, como si fuese la primera vez. Las formas que se dibujan, las armonías que se componen, los espacios que se perfilan en itinerarios dóciles. Sí, no cabe duda, es la hora calma, la de céfiro, la que aquieta instantes, la que para el mundo, la que puede sosegar y acallar cualquier incertidumbre. Planeas unos minutos más, desciendes, abres la puerta del entretiempo, el jardín te sonríe, congelas el momento y atesoras el tiempo, esa hora calma entre el magenta y el verde.