Miro en un sinfín que me sitúa a 90º y 50 cm del suelo. El tiempo pasa, pero los segundos están detenidos. Los esbozos se suceden, sosegadamente oscilan, agitan, inquietan, trastornan y ríen. Las palabras rebosan y se van colocando en rincones, dispuestas a invadir todos los recovecos que han dejado libres.
El tiempo pasa y los segundos se avecinan. Suenan los acordes: un, dos, tres. Te sitúas entonces con todas las medidas de tu cuerpo en perpendicular. Caminas. Es un momento preciso. Y oyes tu voz nombrando aquellas palabras escritas, las que leíste por primera vez en un día de invierno, las que fueron tomando significados para ser significadas. Has dejado de ser.
En un lapso de tiempo incalculable respiras con otro carácter, una existencia de 25 minutos en unos metros cuadrados. Y ríes, te enamoras, luchas, juegas y te duelen todos los golpes del mundo para volver a reír y enamorarte y no dejar de combatir. Respiras. Cierras los ojos, se oscurecen los metros cuadrados y sin saber como, las medidas, los centímetros, la totalidad del no-ser adquiere un significado y un significante.