Me enseñaron que la tierra era redonda, una circunferencia que se podía dibujar con el compás. La bola del mundo que hacía girar y girar en casa era así. Y me lo creí. Me enseñaron muchas cosas y me las creí. A pesar de ello podía ver una línea recta en el horizonte mirando el mar. El mar, ese lugar dónde el infinito se dibuja difuminado entre los azules de la caída de la tarde. Una fina línea, casi imperceptible. El fino linde ilimitado por dónde navegar. Ir más allá. Desaprender. Sí, a veces es necesario y urgente mirar hacía todos los convencimientos y dudar de ellos. De las circunferencias y las líneas rectas. Dudar hasta de los límites que se ciñen entre tu piel. Del itinerario marcado en los mapas estudiados.
Despliego el atlas y recorro con la yema de los dedos los senderos, juego entre las curvas que marcan las acrobacias vitales que acostumbran a estar presentes en mi biografía. Cuando juego así siempre acabo riendo, no puedo evitarlo. Me divierte verme a mi misma desplegando el mapa y pensándome como equilibrista o malabarista que camina por un mundo que creía perfecto y redondo. Es entonces cuando imagino la quilla de la nave que lleva hacía el horizonte desdibujado en lo desconocido. ¿Vamos?