Ropa vieja a la que abandonar

Soy caótica. Mi cabeza es un lugar de enlaces, como una estación de metro, donde se cruzan miles de representaciones a la vez. Algunas ideas, a veces, pasean rápidas, se entrecruzan, se miran, se sonríen y siguen su camino. Otras se detienen y sólo observan, desde el punto exacto donde se tejen las biografías. Contemplan el ir y venir. Saludan. Saludar. Salutare. Sol. La etimología siempre te sorprende y descubres que la raíz de la raíz -la indoeuropea «sol»- significa entero. Deseas esa entereza para muchas de ellas, mientras las ves internarse en la nada, subiendo y bajando las escaleras, atropelladas por el día a día. Hilar no siempre es fácil, aunque te hallas situada en la localización precisa, en el centro de la terminal, en parada técnica observando y sosteniendo las hebras entre las yemas de los dedos. Trenzas caminos. Los miles de trazados por dónde transitar siguen dibujándose en el horizonte.

Ey… ¿Hacía dónde vas? Hacía allí que se vislumbra el color. No sé, simplemente voy. Sigo a la primera. Busco la salida. Cada mónada tiene su respuesta. Relego el centro y me voy con la que ve colores, ya sabéis que me fascina el color, sigo su dirección y me interno en el túnel. He salido del eje, una vez más sin saber adonde me dirijo. Es el caos diario, el movimiento continuo que me adormece cada día justo en el momento preciso para soñar con leones en el jardín, aviones que despegan, mundos que desconozco y armarios de ropa vieja a la que abandonar.