Hace algunos años, quizás más de una década, sí, más de una década, deshice el camino andado. Desarmé un espacio, el lugar del diálogo, de la charla entretenida entre apariencias, estructuras, hechuras y colores. Esos perfiles extraños donde extraviarse y, a veces, confundirse en un monólogo. Dejé de estar ahí. Me fui. La huida me pareció lo más adecuado. A veces huir es absolutamente necesario, urgente. La fuga, siempre me pareció cobarde hasta descubrir el sinónimo de liberación, de escape, de lucha. Algunas veces se debe abandonar, tan rápido cómo es posible. “Escaparse por la esquina que aún está por inventar”, escapar de ti, de tus permanencias sin sentido, del quedarse por estar, del perpetuar en una representación arquetípica que crees conocer. No puedo ser ejemplar, no soy ejemplo de nada me digo y lo repito en estribillo.
Conoces el camino de vuelta, lo aprendiste de memoria, no dejaste migajas que seguir pero lo gravaste en una tinta indeleble, la invisible que sólo puedes ver cuando arde el papel. Sabes del fuego y como hacerlo arder. Conoces el agua, eres agua también. Juegas entre los dos elementos, como una equilibrista transitando en un hilo fino. Miras la habitación rosa e imaginas cómo se sitúan los principios, como se instaura el óleo blanco, la madera, la caja de colores, los lápices, los pinceles y la silla. Todo tiene su lugar. Todo vuelve a tener un lugar.
Haces arder el papel, lo necesario para ver la cartografía de tu deriva. Atraviesas la esquina a recorrer y borras los antiguos vestigios del caos y el silencio que contenía. La armonía de las esferas resuena y el lápiz se apresura siguiendo los compases entre aguas mansas. Vuelves a pintar.