Camino desordenadamente por la habitación, cruzo puertas, giro y vuelvo a entrar, atravieso espacios sabidos de memoria. Salgo, entro y vuelvo a salir. No, no salgo, me detiene un perfil inesperado. De entre las formas ondulantes de un verde intenso se modelan dos formas, parecen decirse cosas al oído. Suaves, bellas y dulces. Imagino que están configurando sus sueños, acariciándose en la distancia, casi rozándose, y entre los pocos centímetros de separación, florece. Casi milímetros. Y se explican cosas, estoy segura, esas que sólo pueden comprenderse en los gestos y siguiendo el itinerario que marca una dermis temblorosa.
Es difícil definir la sensación del encuentro, la percepción de contornear repliegues. De la caricia que dibuja líneas entrecortadas y suaves, leves y tenues. Segundos minúsculos que se escapan por la esquina aún por inventar. Ella, la que modela las nuevas formas, florece, una y otra vez y me regala signos que invitan al anhelo del encuentro. Sí, ése. Frente a frente me susurra dulcemente todas las palabras de los lugares que te indican dónde florecer. Está situada en el lugar de paso, entre dos puertas. Allí.