Contar

Quieres detallar las magnitudes pero no sabes cuál sería la expresión correcta. Las significaciones pueden ser múltiplos en ellas mismas. Consideras las posibilidades de contar centímetros, de contar segundos, de contar… El término contar se encuentra en ese punto exacto entre la matemática y la narrativa. Y te fascina. ¿Se puede expresar en centímetros un sueño? ¿Se puede narrar un segundo? En el linde entre las ciencias exactas y la sintaxis que las conecta, paseas y juegas. Organizas los cálculos, una y otra vez, para reordenarlos entre la geometría que te podría explicar. Sabes que calcular es suponer y que los vectores, a veces, se escapan por recovecos insólitos. Y ríes, siempre ríes ante la maravilla de la fuga, de los cálculos desmontados, del desorden absoluto. El caos aparece para recordarte que no hay error posible. La vorágine te envuelve y te deslizas suavemente entre las formas ondulantes sin fin. Ya no sabes si quieres detallar nada. Te vistes de rojo y te acomodas justo en la mitad de esas líneas que tienen la medida exacta.

Detenida en el blanco

Suspendida en el instante del encuentro. La cera se va deshaciendo, despoblando cada una de sus lágrimas y, sin embargo, se respira una calma quieta. Todo se ha detenido en el blanco, en el confín de un horizonte venidero. Quieto, tranquilo, reposado. El paisaje podría parecer gélido y distante pero sabes que el blanco contiene a todo el arco iris en su seno. Aprendiste a girar el círculo cromático, hace algunos años… ¿lo recuerdas?. Sí, claro que te acuerdas y es entonces cuando invocas al color de Corinto, al cobalto y al ambarino para acicalar con tonalidades infinitas todas las estancias que habitas y danzar entre ellas. Entre los bailes alocados se han despertado todas las carcajadas que pueblan tu hogar. Y ríes con el alborozo del verano, mirando como florece el jardín de las delicias y los anhelos. El blanco irisado sonríe calmo y apacible sabiendo que el encuentro es sólo la excusa del hechizo, del apunte que puedes leer.

Lugares dónde florecer

Camino desordenadamente por la habitación, cruzo puertas, giro y vuelvo a entrar, atravieso espacios sabidos de memoria. Salgo, entro y vuelvo a salir. No, no salgo, me detiene un perfil inesperado. De entre las formas ondulantes de un verde intenso se modelan dos formas, parecen decirse cosas al oído. Suaves, bellas y dulces. Imagino que están configurando sus sueños, acariciándose en la distancia, casi rozándose, y entre los pocos centímetros de separación, florece. Casi milímetros. Y se explican cosas, estoy segura, esas que sólo pueden comprenderse en los gestos y siguiendo el itinerario que marca una dermis temblorosa.
Es difícil definir la sensación del encuentro, la percepción de contornear repliegues. De la caricia que dibuja líneas entrecortadas y suaves, leves y tenues. Segundos minúsculos que se escapan por la esquina aún por inventar. Ella, la que modela las nuevas formas, florece, una y otra vez y me regala signos que invitan al anhelo del encuentro. Sí, ése. Frente a frente me susurra dulcemente todas las palabras de los lugares que te indican dónde florecer. Está situada en el lugar de paso, entre dos puertas. Allí.

A 7 cm del vuelo…

Instalada a veinte centímetros, casi rozando el verano de anhelos, susurro sortilegios para ahuyentar temores y curioseo entre los arbustos. Juego con la madeja de hilos por trenzar, y una vez más, me sorprende la coloración infinita de sus matices. Las hebras tornasoladas sonríen y se enredan entre las yemas cantando ensalmos, invitándome a recorrer perfiles de un color verde intenso. Los transito reposadamente, acaricio el contorno y me encuentro dibujando deseos anudados en los momentos por vivir. Un estremecimiento despierta la piel dormida. La calidez de la palma que cubre, por un instante, el mapa de mis augurios, me recuerda un tiempo pretérito. No sé si debería salir de entre los arbustos, cruzar los veinte centímetros que me separan de Céfiro y explicarle el mapa que señala las primaveras por consagrar. Me sitúo en el trampolín de la propuesta, a siete centímetros del vuelo…

Esferas blancas

Veo volar los momentos entre las esferas blancas que invaden la primavera, entremezclados entre ellas, crean coreografías hipnóticas. Un giro, dos y en diagonal cruzan los espacios entre el azul y el verde. Río sin poder evitarlo, me están invitando a bailar, entre ese caos que contiene miles de circunstancias sin explorar. Tanteo la danza, un paso, dos y me encuentro bailando en el intermedio del mes de mayo.

Estoy en un intervalo que no sé dónde me va a llevar, pero me gusta el movimiento, uno, dos, tres… giro hacía la izquierda, volteo 360 grados y me encuentro mirando la distancia que me separa de ti.

Unos segundos de inmovilidad.

Y todo vuelve a girar dentro del deseo de reposo, esta vez 180 grados hacía el norte. Cambia el color y el mapa por dónde caminar. Un paso, dos… y deambulo sin trazar las líneas, camino hacía la sonrisa de las esferas blancas, la de los bellos enredos que incitan al baile. ¿Quieres bailar?

Cristalina, huidiza y tímida

No sé si te he hablado nunca de mi ser de agua. Sí, supongo que sí. Es inevitable. De vez en cuando, de entre las perfectas tallas de negra piedra de Calatorao, emerge. Es cristalina, huidiza y tímida. Bueno, quizás también un poco miedosa. La trasparencia, para que negarlo, siempre asusta. Sin un porqué. La fuente de dónde emana es inaprensible. Que bonita palabra. Inaprensible. Y que terror provoca. Como el agua que vadea superficies, cruza umbrales e invade cada uno de los rincones posibles, sin estar, sin permanecer, transita y deja los surcos por donde caminar. ¿Dejaste marcado el itinerario? Recorro cada una de las marcas y vestigios de tu ser. Desaparezco entre las grietas y me convierto en esa esencia acuosa. Durante unas horas, minutos o segundos. El tiempo. Las cifras secretas de los instantes las guardo en los cajones con los que he amueblado el jardín. Las clasifico por años y colores. A veces, solo a veces, pierdo los muebles, ya te dije que era un poco despistada. Suerte de los mapas que marcan el itinerario de los interrogantes. En ellos encuentro marcado que, a veces, soy un ser de agua.

Insignificantes

Te acercas mientras camino bordeando el umbral. Juego que soy una equilibrista sobre el hilo blanco por pintar. ¿Cuándo entraste? Sí, tendría que haberme dado cuenta. Pero a veces, sólo para algunas cosas, soy un poco despistada. No sé si te has dado cuenta. Me distraigo y quedo fascinada por cosas insignificantes. Aquellas que, a veces, pasan desapercibidas, que casi no se ven, que son pequeñas, sutiles, frágiles y tenues.

Después de teclear la palabra insignificante, la miro detenidamente en la hoja blanca y siento la necesidad de aprehenderla. Busco sinónimos del término insignificante: baladí, despreciable, fútil, desestimable, desdeñable, exiguo, humilde, ínfimo, mediocre, menudo, modesto, reducido, insustancial, ridículo, inapreciable, chico, mínimo y pequeño. Me sorprenden los sinónimos. Lo pequeño, mínimo, menudo, humilde, modesto, reducido y chico es a la vez baladí, despreciable, fútil, desestimable, desdeñable, exiguo, ínfimo, mediocre, insustancial, ridículo e inapreciable.

¿Puede existir algo insignificante? ¿Cuándo se convierte algo en insignificante? En la pregunta me planteo qué es significar, para conocer su negación. El in parece siempre ser una negación o una carencia. Aunque a veces nos diga interior, dentro.

Ha llegado el momento de acudir a la etimología. Signa y facere. Se combinan señal, marca y hacer. Se ha de hacer algo para dejar marca y señal, para significar.

¿Para quién? ¿Para mí? ¿Para ti? ¿o es justo ese instante entre los dos?

En mitad del hilo blanco por pintar puedo palpar las cosas, las perfilo, las marco y doto de ese color extraño que a veces me invade. ¿Es la señal que viste? Decididamente me gustan las cosas insignificantes.

Surrender

Se entrelazan en la conversación palabras y memorias. Hace varios días que me observan, calladas y quietas en sus ovillos desmadejados. Sé que están ahí. Suelen despertar cuando Céfiro sopla los vientos de la primavera. Arrulladas por la brisa suave se desperezan lentamente, alzan la mirada y se sitúan en los lindes de tu esbozo. La oyes barbotear susurrantes y no alcanzas a entenderlas. Cotillean entre ellas, fisgonas y curiosas.

Vuelvo a la conversación que me lleva a los pretéritos sin pronunciar. Rebusco entre los hilos aquella imagen. La encuentro. No conocía su título, nunca lo necesité: Surrender. Me sitúo ante ella, la miro y me mira. Y evoco ese momento preciso en que me descubrió los desconsuelos, entre el azul y el rojo, el daño. Recuerdas. Me convertiste en agua. En torrente sin final anduve por la estancia.

Se acercó a ti sin mediar palabra en la siguiente sala y le entregaste la llave de su fortaleza, nunca te había dejado entrar y jamás forzaste la puerta. El silencio. Él te miró entendiéndolo todo y te entregó tu llave. Te rendiste en ese segundo, te fuiste sin decir adiós y te entregaste a la mar brava, al magma espeso en el que emerger en algunos noviembre extraños. Acomodada en la quilla de la nave cerraste la caja y guardaste la llave, entre la rendición y la entrega del rojo aterciopelado. Era dorada. En una tormenta perdiste la caja y la llave en algún lugar del norte.

Desvestida de aritméticas, de los cálculos que te explican, a veces, sigues siendo agua y el viento, el fuego y la tierra se acallan en el verde calma. Situada en el instante que se detiene en un cruce te encuentras. Y te preguntas por esa milésima y cómo y si girar el picaporte que abre compuertas. Preguntas al viento y no hallas respuesta. Entonces es cuando las palabras, sonrientes desde sus ovillos, te dictan en dulce murmullo los términos con los que nombrar. Y vuelves al mar, a ese infinito que nunca se puede acabar de explicar.

Crèdits: Surrender (Bill Viola). Cada emoción en su tiempo

Estaba pendiente desde ayer

Caminas tranquilamente, como sin pensar, solamente andas y recorres instantes. Precisos o no. Transitas. Atraviesas cicatrices, esas señales marcadas que te indican caminos que no has de volver a recorrer, las saltas y sigues. Sigues deambulando entre todos los colores posibles. Paseas por las gamas que te explican, los serenos azules, la nada del negro, el intenso rojo que te incita a emerger, el verde de calma, el gris inquietante, el amoroso magenta, del asombrado amarillo hasta el marrón zaíno. No es rojo, pero podría ser, no es azul, pero podría ser, no es negro pero podría ser. No es nada pero podría ser. Y ese color te detiene ante las huellas, marcas y heridas que te hacen ser quien eres y de lo que podrías ser. No hay desconsuelo, sólo preguntas.

Las miras… a las cicatrices, y cuentas los centímetros que te separan. Son los suficientes. Coges la paleta, conociendo la dificultad de transformar un marrón, le añades un poco de blanco, pruebas con el azul ultramar y el color lila inunda tu casa y aparece para tranquilizarte. Pintas delicadamente algunos rincones pensando que lo combinarás con el color primario, el atávico, el que reservas, el que es tu color. ¿Pintas conmigo?

Hora calma

Estiro los hilos de la hora calma. Entre dorados y verdes confecciono el infinito que me conduce hacía el mar. La música interior canta un ojalá y me habla de luces cegadoras, de palabras precisas. Y los sentidos recolectan suavemente los colores que emergen, uno a uno, bajo el atardecer de los días intensos. Sigo conduciendo los segundos y todo tiene sentido. Los colores se revelan, se descubren y miras, miras en mayúsculas, miras cada una de las partículas, como si fuese la primera vez. Las formas que se dibujan, las armonías que se componen, los espacios que se perfilan en itinerarios dóciles. Sí, no cabe duda, es la hora calma, la de céfiro, la que aquieta instantes, la que para el mundo, la que puede sosegar y acallar cualquier incertidumbre. Planeas unos minutos más, desciendes, abres la puerta del entretiempo, el jardín te sonríe, congelas el momento y atesoras el tiempo, esa hora calma entre el magenta y el verde.