Cuando agosto se llamaba sextilis

Se disipa el sextilis del calendario que dejó de existir con el descontar del tiempo, este término, tiempo, nos remite a una duración finita, a un momento, a una ocasión, a una fracción de la línea temporal que se disipa en su propio transcurrir. Estoy en ese intervalo. No hay cambio de estación y sin embargo algo termina. Entro en la habitación del caos llena de grietas, resquicios y fisuras. Es la última habitación del hogar que me acoge y llevo largo tiempo observando cada uno de los huecos a salvar. Rasgo, rompo y masillo con el ritmo que pide cada una de las hendiduras. Entro y salgo de la estancia para darle el tiempo que precisa cada una de ellas.

Me he aproximado a la mitad. En el último día del sextilis me encuentro en el linde y, aunque no he hilvanado cada una de las grietas, necesito que entre el color a la danza. Y dejo que se cuele el rojo incendiando las pieles remotas, invadiendo los espacios níveos, cubriendo miles de apegos a sanar. Ya está. Lo observo detenidamente y sé que necesito dulcificar. Dejo entonces que se entremezcle entre el blanco y surgen las gamas que se van situando entre líneas desdibujadas de mi misma. Juego entre las tonalidades que emergen y dibujo posibilidades, oberturas, ristras de anhelos, preludios entre mi cuerpo y la estancia.

Para la música.

Se detiene el gesto.

Muevo los muebles de sitio para dar lugar al porvenir. He llegado al intermezzo. El tiempo se detiene. Agosto tiene un nuevo nombre y miro atardeceres que abrasan las señales suspendidas de las mañanas que se acercan.