Volver al sur

Cuando quieres regresar al sur intentas leer todos los hilos dorados que has ido tejiendo y trenzando detenidamente. Las palabras se convirtieron en tu salvaguarda, en ese filamento quebradizo que te permite fijar vivencias, imágenes, anhelos y fantasías para trazar el momento, ese del que sueles escribir, el preciso. Vuelves al sur para fisgar entre todas las líneas que habías olvidado, no sabes muy bien porqué.

Sí. Lo sabes ahora, sabes de la pérdida, aunque no seas capaz de rememorarla con toda la nitidez y todo se entremezcle en esa amalgama de colores imposibles de recitar. Pero retomas el camino del cangrejo que deambula hacia atrás y también sientes una ternura infinita. Te miras y la ves. Pequeña. Rebuscas en todos los cajones posibles y encuentras dos palabras que te definen. Ni tan siquiera recuerdas si alguna vez fueron pronunciadas. Es posible. A pesar de la desmemoria sabes que eran para ti. Tu eras y eres esa cosa pequeña, ínfima, casi nada y todo a la vez. Céfiro sopla y vuelas entre todas las formas posibles por descubrir. Vuelves al sur, rebuscas en las palabras y encuentras…

Caminar entre bullicios

Camino entre el bullicio incesante del hilo que señala y anota los rastros marcados, entre los colores que habitan mi vida y las formas de una cartografía que, a veces, no me permiten el instante preciso del silencio. Sí, ese blanco en el que abocarse y verter las aguas que cubren y desbordan las pieles. La mía y la tuya. No localizo entre la dermis ese yo enajenado de las hebras que tejen el día a día. La tuya y la mía. Busco ese ápice onírico que quedó prendido entre los alfileres del dique que contiene al río adormecido, soñoliento entre las manos de céfiro. Un soplo, con tan sólo una exhalación del dios griego todas las primaveras despertaran alborozadas y alegres. El torrente rebosará entre sus palmas, entre el hueco infinito de las líneas marcadas en las sombras. Desde la atalaya de la hebra que me sostiene espío cada uno de sus movimientos. Me acerco con sigilo, sonrío e intento saltar entre el ruido del invierno pasado y el verano porvenir. Tomo aliento. Exhalo aire. Soplo.

Palabras desmadejadas

Ha cambiado el año, estamos en otra estación y las palabras desmadejadas se van acumulando en los ángulos que se entrecruzan, una y otra vez, entre las medidas de los relatos embastados. Veintisiete letras, excluidas las dígrafas, en combinación tenaz, danzan entre las formas imprecisas del blanquecino espacio que las ve surgir. Te aproximas, sigilosamente. Escuchas el deambular entre las cuatro esquinas que las contienen y, también, sus risas al conformarse en misteriosas sonoridades incomprensibles.
¿En qué idioma hablan?
La etimología te explica que idioma es una forma particular de realizar, de confeccionar, de componer y crear bellos árboles sintácticos de relaciones infinitas. Ellas transforman en realidad esas esquinas que son puntos de fuga hacia espacios imposibles de imaginar.
No pueden ser ininteligibles. Miro y escucho detenidamente.
Las percibo.
Se dejan leer.
Una a una.
Letra a letra te descubres ideando nuevas fórmulas que, como las matemáticas, te permitan explorar esos espacios abstractos que ignoran las propiedades y capturan momentos. Sí, ahora ríes con ellas, danzas y caminas las esquinas para celebrar los instantes, su vuelta, el cambio de año y de la estación porvenir.

¿Cuántos horizontes hay?

Mil horizontes se alzan en derredor mientras navego entre las aguas. El paisaje, bello y magnífico, es, a la vez, abrumador entre las líneas que se dibujan en los confines. Son tantos los trazos que me gustaría abordar como la pirata de un cuento no escrito. Caminar como una funambulista, siguiendo el color que me susurra, y que me cautiva en el punto exacto y preciso mientras se desplaza por el mismo plano. Voy al abordaje del límite. Me sitúo, estudio, lo miro, lo palpo y recorro su itinerario no siempre perfecto y completo. Estoy sobre él, transitando tranquilamente el trayecto cuando descubro que es un linde, una frontera que abre a otro contorno que no conozco. ¿Vuelvo a abordar? ¿Salto?

Sí. Ya estoy en otra andana. Es sinuosa y divertida. A veces el horizonte se presenta así y juegas, ríes y te deslizas cayendo en un infinito porvenir. Sabes que el serpentear que te divierte no es perenne, pero vuelves a reír una vez más antes de entrar en ese segmento que te coloca ante la rectitud matemática que jamás te podrá explicar. ¿Cuántos horizontes se dibujaban?

Precioso y terrible

El caos es terrible y precioso, ubicado en ese linde desdibujado de cualquier pulsión vital, indefinido en el cajón donde tratas de guardar los instantes. Se escapan de la geometría exacta del cálculo que mides una y otra vez. Es desordenado. Como el armario del cambio de estación.
Sí.
Pero…
Es, también o además, el magma espeso que invita a huir, a tomarlo entre las yemas para modelar pretéritos imperfectos de porvenires anónimos.
Lugar de encuentro.
Lugar de la pérdida.
Lo que no podemos precisar, mesurar, delimitar, acotar, circunscribir, cercar, concretar en cada uno de los sinónimos que puedas escribir y describir.
Es.
Terrible si esperas que todo tenga un nombre, un término, un lugar donde siempre hallar la respuesta perfecta, la línea que define y marca el itinerario, el lugar correcto.
Es.
Precioso cuando puedes formular la pregunta, dibujar la indefinición, imaginar el espacio, inventar nombres y situarte sin anclar el navío.
Un trayecto sin bitácora.
El anhelo de abrir de nuevas rutas, crear cartas de navegación ignotas, jugar en lugares desconocidos y descubrir nuevos perfiles que no podías vislumbrar.
Es.
Precioso y terrible, a la vez, en cualquiera de sus formas.
¿Invertimos los términos?
Es.
Terrible y precioso, a la vez, en cualquiera de sus formas.
¿Eres?

De medidas y abismos

Hace días que trato de dibujar un abismo.

Un primer intento. Mesuro su magnitud. Pacientemente traspaso las cifras. Me faltan medidas. Debido a la imperfección que me caracteriza y le caracteriza no tuve en cuenta alguna singularidad. Es demasiado grande para el espacio que ocupa en la realidad del día a día. Sé que no es un precipicio insondable.

Confecciono un cartón medidor de abismos.

Vuelvo a situarme en el filo que lo separa de esa cuadratura imperfecta, gris y ordenada. Reitero los movimientos. Son más precisos. Utilizo la repetición. Cada veinticinco centímetros, coloco mi pauta, mesuro y anoto. Llego a los seis metros con treinta y seis centímetros por los cuales se desenvuelve tranquilo.

Un segundo intento. Transfiero nuevamente los números. Contemplo las proporciones que de forma binaria acomodan perfiles de pretéritos y porvenires. Enumero milímetros, centímetros y metros.

¿Cuántos milímetros son veinticinco centímetros?

Añado y resto ceros. Una y otra vez, en todas las cifras del dibujo trazado. Trato de hallar la fórmula que me lleve a alzar la profundidad exacta entre las desviaciones e irregularidades de esa oquedad que ocupa el espacio. Finalmente, después de muchas horas de cálculos en apariencia inexactos allí está, sonriendo, mínimo y minúsculo.

Me sitúo sobre la arista imperfecta, lo observo y me separo pausadamente, cada veinticinco centímetros vigilo la distancia y camino por la perpendicular de los metros, los centímetros y los milímetros que me separan de él.

Desaparece.

¿Me salvo?

Cuando agosto se llamaba sextilis

Se disipa el sextilis del calendario que dejó de existir con el descontar del tiempo, este término, tiempo, nos remite a una duración finita, a un momento, a una ocasión, a una fracción de la línea temporal que se disipa en su propio transcurrir. Estoy en ese intervalo. No hay cambio de estación y sin embargo algo termina. Entro en la habitación del caos llena de grietas, resquicios y fisuras. Es la última habitación del hogar que me acoge y llevo largo tiempo observando cada uno de los huecos a salvar. Rasgo, rompo y masillo con el ritmo que pide cada una de las hendiduras. Entro y salgo de la estancia para darle el tiempo que precisa cada una de ellas.

Me he aproximado a la mitad. En el último día del sextilis me encuentro en el linde y, aunque no he hilvanado cada una de las grietas, necesito que entre el color a la danza. Y dejo que se cuele el rojo incendiando las pieles remotas, invadiendo los espacios níveos, cubriendo miles de apegos a sanar. Ya está. Lo observo detenidamente y sé que necesito dulcificar. Dejo entonces que se entremezcle entre el blanco y surgen las gamas que se van situando entre líneas desdibujadas de mi misma. Juego entre las tonalidades que emergen y dibujo posibilidades, oberturas, ristras de anhelos, preludios entre mi cuerpo y la estancia.

Para la música.

Se detiene el gesto.

Muevo los muebles de sitio para dar lugar al porvenir. He llegado al intermezzo. El tiempo se detiene. Agosto tiene un nuevo nombre y miro atardeceres que abrasan las señales suspendidas de las mañanas que se acercan.

Sesenta días después

Sesenta días después buscabas la calma en la que se escriben las palabras. Te situaste entremedio del mar de blancos en el que has navegado. Entre la tripulación que ha guiado la nave hacía el norte y con la que has trazado los mapas de navegación. Y te sentiste afortunada. No recuerdas todos los términos que utilizaste para describir esos sesenta días, se han borrado del disco duro que todo lo archiva. Seguro que danzabas entre los miles de colores níveos, sonreías, trazabas mapas y recitabas ensalmos. Siempre lo haces. Guardas los instantes bellos que te sitúan y te explican entre los cajones de ese caos de ensueños por vivir. Vives.

Ha pasado el verano, con la luna llena has abierto puertas y ventanas. Por ellas han cruzado miles de deseos, venturas, augurios y risas que se han fijado entre las cuatro paredes blancas. Todas ellas bailaban alegres.

Hoy al cruzar el umbral las has percibido, cada una de esas las partículas reposan ahora. Has atravesado el umbral ambarino.

Te has situado.

Estás en tu mapa.

Contornos magentas

Estás situada en el mirador de un nuevo verano. Te gusta mirar, contemplar detenidamente el espacio, la luz, el color y anhelar. Sí, saborear los contornos del perfil que se empiezan a dibujar en el deseo del pequeño suspiro, de los tres segundos sin tiempo, de ese momento preciso en el que todo se suspende. Quietud. El sosiego del instante justo que no es perfecto.

Es.

Sé.

Y en ese ser derramas el agua en la que navegar. Tomas el timón. ¿Era hacía el nordeste? A veces no conoces las direcciones del viento, tampoco te preocupan demasiado rumbos o sentidos. Sabes que tienes que embarcarte y lo haces, entre un mar infinito de posibles rutas. Subes a la embarcación, te sitúas en la quilla, el viento de céfiro sopla simpático y alegre. Inspiras. Abres el estante donde se guardan los sueños. Ríes porque el azar ha dejado el color magenta en tu camino y en su forma se dibuja el corazón que guía las maravillas por inventar. Respiras. Un, dos, tres, resuenan las notas y coreografías porvenires.

¿Vamos?

Cornisas en primavera

Me encuentro en un día cualquiera de mayo paseando por la cornisa de las quimeras. Pretendo, como en muchas otras ocasiones, fugarme por la arista de la esquina. Sí, la que todavía me deja inventar. Entre las tejas marrones en tránsito ondulante, me deslizo suavemente descubriendo las intersecciones equidistantes y perfectas. También descubro los vacíos, las fisuras, las rendijas y resquicios. Acaricio los encuentros, cada cruce, las anomalías. Suavemente. Serpenteo entre las formas y las oquedades. Me detengo, casi en el borde de la triangulación que vira hacía el otro infinito a descubrir. Es aquí, entre la linea minúscula que dibuja una geometría perfecta. Es aquí dónde crece la primavera. Sigo el vector y se alza la flor que invita a huir. La cristalina rosa de los vientos, la imposible y bella. La que te nombra porque conoce todos los secretos de tus noches negras. Te colocas justo enfrente. Las miras dulcemente y saltas por el vértice de los anhelos del ser hacía el verano.