Entre el mercurio

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Navego entre nebulosas, a 39 grados y en línea de flotación permanente. El viaje entre el mercurio me oprime y mis movimientos quedan limitados, me he vuelto mínima. Mínimamente, todavía respiro, mientras vivo a cámara lenta y los sonidos reverberan a mí alrededor. No encuentro ninguna salida que me lleve a ti. ¿En que parada me dijiste que te encontrabas? Soy despistada y perdí el mapa, lo siento. Dejo que mi cuerdas vocales marchen haciendo contrapesos por el hilo rojo, tratando de localizarte entre cajas y recuerdos. Entre el gris denso, adormecida y sin voz, sigo tejiendo filamentos nublados, transparentes puentes, oquedades y anhelos.

La niña que recogía amapolas

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Es primavera, innegablemente. Además de los mil sentimientos que revolotean por el aire, como el polen, incitando a la revolución, han nacido las amapolas. La visión de la explosión roja siempre logra, año tras año, deslumbrarme. Los recuerdos que me atan a esa flor salvaje son casi, casi, atávicos. Cubiertas como crisálidas las abría para verlas surgir, quebradizas todavía, entre el verde que las cubría. Jugaba con ellas a pintarme, llegaba a casa con el cuerpo cubierto con líneas negras, extraídas del gineceo y manchas moradas de sus pétalos. Una amapola roja evoca a mi madre. Ella mira a una niña que le lleva esas flores como presente de su libre paseo.

Han pasado muchas estaciones desde entonces. Ahora ya no hago ramos con ellas, aprendí por el camino que son, además de agrestes, frágiles. Que no tiene ningún sentido atesorarlas, que se ha de disfrutar de ellas observando como el viento mueve sus pétalos. Advertir que ya estamos en el punto más álgido del entretiempo con sólo mirar la configuración del paisaje encarnado. La primavera acaba sucumbiendo, invariablemente, acaba la sublevación y nos deja la calma. Pero el púrpura siempre nos deja la promesa de volver al año siguiente. Aunque a veces, no sé muy bien por qué, puede ser primavera por cuatro estaciones.

Audire Facere Est

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La mesa del comedor se llena de cachivaches. Los pinceles, las acuarelas, el papel, las tijeras, el vaso de agua y el celo. Toman el espacio. Me los miro a todos, ellos me miran, como esperando. Unas primeras notas indican que tiene que empezar la danza. Las yemas de mis dedos acarician las formas del pincel, lo recorro y él, me recorre a mí, así nos vamos afianzando pausadamente. Los colores me observan, como esperando. Ahora sí, bailamos las primeras notas, torpemente. A ver… primero un paso, luego otro, hacia la izquierda, un poco más rápido… sí, por fin, el ritmo se introduce en la leve holgura que nos separa. Poco a poco nos vamos acogiendo. La música sigue sonando y mis cachivaches y yo nos esforzamos por adivinarnos, por intuir el siguiente movimiento. Mi mirada, mi mano, mi cuerpo se funde con las notas, las sigue, juega, un, dos, tres, cuatro.. cambio. Ahora sí, la cadencia ha logrado introducirse y jugamos durante unas horas. El tiempo pasa y desde el cansancio, las formas, las líneas y los colores se asoman y saludan. Yo río, saludando también. Nos despedimos suavemente, ¿nos veremos mañana? Es posible, nos llamamos.

 

Música: Marcin Swiostek
Dansa: Irene Lama
Videopintura: Olga Taravilla
Amb la col·laboració:
Elvira Bello
Projecte creat i realitzat en el marc de la V trobada i mostra d’art multidisciplinar a Girona Inund’ART 2010.

¿Plantamos?

Estoy en casa, sentada en tu ausencia. Hace algunos meses que la comodidad se ha adueñado de casa. Ando despeinada y en pijama, cruzando espacios anidados y miro como crece la planta. ¿Cuánto tiempo hace que está conmigo?. Piensa. Sí, desde el atardecer en que te perdiste en aquella bruma extraña. Casualidades. Llegó a casa por azar, en momento de fractura. Era un resto solitario, desprendido como sin querer, arrancada de la tierra que la nutría. Nuestras miradas se cruzaron y se sonrieron, se venía conmigo, estaba segura. La acogí entre mis manos, suavemente. Dulcemente le hablé al oído para calmarla con ensalmos. Te sembraré, te curaré y crecerás conmigo. Desde entonces, cada día le dedico un leve roce, una sonrisa y una palabra, la más dulce que puedo darle. Ella me mira y crece. No necesito nada más, mirarla y sonreír a su lado.

Vidas y ausencias

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Durante meses me había acompañado en cada atardecer. Volver a casa significaba ver, por breves minutos, la pequeña planta amarilla. Crecía en un espacio absolutamente agreste, en la mediana que separa dos carriles de la carretera que entraba a mi ciudad. Surgida entremedio del cemento, en la grieta, con una vitalidad natural y la gracia de haberse situado en el semáforo que regula el tráfico. Se mantenía, orgullosa, erguida, enfrentada al asfalto y al monóxido de carbono. Me tenía absolutamente maravillada, la pequeña planta, el pequeño girasol. Un día, al buscar con mi mirada, el amarillo cadmio encontré el gris asfalto. Había desaparecido y quise conservar su color, sus formas, su mirada en mi, ya perdida.

El lienzo nacido de su ausencia ya no está conmigo, la magia del girasol adereza algún hogar que mi memoria ha borrado. Pero sí conservo su carácter luchador, de sobreviviente en medio de la nada. Desde entonces, siento una debilidad especial por los girasoles.

Hace ya algunos años, quizás más de diez, pinté un girasol. A veces, el mundo no se escapa.

En tokyo

No recuerdo ni cuando ni donde empezó mi viaje, pero situada en el umbral del sueño, observo la estación, me suspendo en cada detalle. Aunque parezca increíble estoy en Tokyo. ¿Cómo recordar el inicio?. Sí, allá estoy, rodeada de personas que ni me miran y con dos compañeros de viaje. Sólo sé que tengo que tomar el tren, nos vamos. El tren inicia su camino. ¡Corre!, corre que lo pierdes. Es un instante, miro hacía abajo, está en marcha. Tendría que subir, dar un paso. En esa urgencia, tomo la decisión de dejarlo partir. Me quedo sola en la estación, entre los desconocidos que no me miran y con una dulce sensación. Camino. Me voy de la terminal, mis pasos se dirigen hacía la ciudad que he decidido habitar por un lapso ilimitado. Una ciudad extraña donde nadie parece comprender mis palabras. No son necesarias. Miro y me miran, palpo, acaricio y utilizo el lenguaje de la piel. En el transcurso aprendo a escuchar el leve roce corpóreo que me acerca a ti. Unas horas de paseo más y el lenguaje aprendido revive en mi. Llevaba años enterrado en la caja del descuido. La voz, un poco temblorosa, onírica todavía, conversa en francés y despierta a tu lado. Ahora puedo continuar mi viaje y me llevas a tomar el próximo tren. No tengo que correr, no tengo que entrar por la ventana del techo, la puerta se abre y yo entro.

Pigmentos

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Te encuentro en mitad de la noche sonriendo, apacible, por fin. Tu mirada me habla de sueños remotos, biografías aunadas, del intervalo parpadeante en que te conocí, de una escisión exacta, solicitada. Oscilo en mi cumbre, mecida entre luces. Alumbran nuevas topografías.

¿Cuál era tu nombre?

Asciendo dos medidas más. Los peldaños me llevan hasta el pigmento verde, emulsionado con aceite de linaza. Pinto con él toda la estancia. Curioseo entre pinceles, disolventes y envases buscando el rojo. Cuando lo encuentre caligrafiaré a Céfiro en mi puerta verde, bajaré de la cumbre, encenderé la luz y me acomodaré en tu instante.

Silencios apagados

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Por fin se llena todo de primaveras, los silencios apagados poco a poco se van despertando, giran hacía la izquierda, luego a la derecha, un poco perezosos aún. La casa se llena de sonidos y olores conocidos desde hace algunos años. ¿Cuánto tiempo he dormido? Si creyese en los cuentos creería ser protagonista, todavía me siento un poco somnolienta. Logro por fin levantar y me dirijo hacía la cocina, algunos ingredientes hace tiempo que esperan ser cocinados. No todos me sirven, algunos, distribuidos en sus estantes, han caducado. Ahora sí, no me queda más remedio que encomiarlos a que se arrojen al precipicio. Me despido. Desprendida de ellos, sujeto mis utensilios y elaboro uno de aquellos platos, que tanto me gustan, de horas y horas de complicación, de sonidos de trasteo, de batir de alas. Me gusta batir las alas. Sí, decididamente estoy en el entretiempo, bajo a la calle sabiendo que no estás, ni estarás. Ahora ya estoy despierta del todo, un pequeño gesto irriga mi rostro. Sí, sonrío y camino.

Entre puentes y dientes

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Hay días en los que Morey resuena en mi cabeza -cerebro, pensamiento-, llámale como prefieras. Resuena, porqué él, la suele concretar, como una ciudad. A veces es la ciudad de la congoja, a veces el lugar donde coinciden todos los mundos posibles. Hoy mi cabeza es el lugar donde coinciden todas sus calles y plazas. Hoy, como muchos otros días he cruzado el puente que separa la ciudad vieja, de la nueva ciudad. Y, en ese cruce de universos, he saludado –como muchos otros días- a una persona que se acercaba a mi. Hoy, pero, he parado, en mitad del puente. Es, si duda, un punto de encuentro para mi, el cruce de dos espacios, el intermedio. Siempre -en muchas ocasiones para no exagerar-, encuentro a alguien en ese intervalo. Tan sólo se trata de cruzar, de caminar con sol, lluvia o nieve. Avanzar entre una y otra orilla. Sueño asiduamente con puentes –de todo tipo-, los he pintado, simbolizado y cruzado de ciudad a ciudad.

Con ese pensamiento he estado jugando gran parte de la tarde. Justo hasta el momento en que ha empezado a despertar el dolor de mi dientes maltrechos –los odontólogos, ya se sabe-. Estaban insensibilizados con una inyección milagrosa, no he sentido ningún dolor, solo faltaría. Aún así, en el no-dolor, he estado deseando volver a sentir mis labios, mi nariz, mis formas deformadas por un fluido adormecedor. Cuando ha despuntado el primer malestar, he dudado unos minutos, no sé si horas: qué prefiero Mi cabeza, lugar de todos los mundos posibles, no sabía decidirse entre el dolor y la percepción de hallarse fuera de su cuerpo. Han pasado varías horas ya, el dolor poco a poco ha ido desvaneciéndose, a pesar de algún resquicio abierto. Y, en el resquicio, creo que prefiriendo el dolor a la insensibilidad. Aunque es posible que me tome un ibuprofeno para poder dormir.

Hoy mi cabeza, parece encontrar en cualquier nimiedad un mundo posible donde habitar por una cosecha.

Interrogantes

Cien días caminando por el interrogante. Él, sostenido por hilos de color seda anudados con amnesias, se sonríe. Un paso… otro y en el itinerario criptografío, en letras doradas, una nueva mirada. Dos pasos más, y el hilo rojo reviste de nuevo los andamios. Tres y descubro, debajo de la alfombra, preguntas sin respuesta. Siguiendo el trayecto, miro los aledaños…¡¡Vaya!! Estoy sola ante a la incógnita.

Frente a frente nos contemplamos, nos examinamos y finalmente, nos descubrimos el sombrero una a la otra, educadamente. Sostengo, entre malabarismos, el camino que me lleva a tu abrazo y,… apago la luz.